-dijo Polenka con la misma gravedad y ya sin sonreír-, porque es la más pequeña y está siem- pre enferma. ¡No hay más solución que. El segundo piso de la casa que había a su izquierda estaba ocupado por una taberna. Di: ¿quieres que te lo demuestre? ¿Quién se atreve a contradecirla? Pensó esto último haciendo un gran es- fuerzo, como si no le fuera fácil luchar con el delirio que le iba dominando. Tan ate-. Sin embar-. Pronto se apoderó de él una dulce somnolencia. En la mayoría de los casos, estos hombres reclaman, con distintas fórmulas, la destrucción del orden establecido, en provecho de un mundo mejor. ¿Cómo puedo yo saber lo que ellos tienen en el pensa- miento? -¿Cómo ha tenido usted valor para in- vocar mi testimonio? -Por su extravagancia. Por lo tanto, no te alarmes si me oyes subir. -Pues bien, he aquí cómo habría proce- dido yo. El aire irrespira- ble, la multitud, la visión de los andamios, de la cal, de los ladrillos esparcidos por todas partes, y ese hedor especial tan conocido por los pe- tersburgueses que no disponen de medios para alquilar una casa en el campo, todo esto au- mentaba la tensión de los nervios, ya bastante excitados, del joven. Hace ya un mes que tengo la costumbre de hablar conmigo mismo, de pasar días enteros echado, en mi rincón, pensando... Tonterías... Porque, ¿qué necesidad tengo yo de dar este paso? Y empezó a despedirse con su calma ca- racterística. Cambiaron un saludo en silencio. ¿Ha observado usted que pretende hacer creer a todo el mundo que me protege y me hace un honor asistiendo a esta comida? Esta vez el escándalo lo despertó. -¿Quién era ese señor que estaba conti- go? Todo depende de Piotr Pe- trovitch, que nos avisará cuando tenga casa. Y ahora menos que nunca. Tiene un natural hermoso. La mayoría de las palabras de aquel hombre, que evidentemente acababa de levantarse de la me- sa, carecían para él de sentido. Había notado que alguien acababa de detenerse cerca de él, a su derecha. Tenía dos cosas para empeñar: un viejo reloj de plata de su padre y un anillo con tres piedrecillas rojas que su hermana le había en- tregado en el momento de separarse, para que tuviera un recuerdo de ella. -preguntó Avdotia Romanovna. -Anteayer por la tarde estuve aquí, ¿no lo sabía usted? ¿No lo he demostrado ya clara- mente que tu ayuda es para mí un martirio, que ya estoy harto? Y, finalmente, tengo que enseñarle al- gunos documentos. Si usted fuese el culpable, habría dicho que él había venido a mi casa por impulso propio y habría ocultado que usted le había incitado a hacerlo. -dijo al fin Porfirio Petrovitch-. -Perdone, pero su exclamación me ha hecho suponer que lo conocía. Al llegar a este punto se detuvo con un gesto de dignidad y amargura. Desde entonces, apenas llego, la siento en mis rodillas y ya no la dejo marcharse. -preguntó Dunia a su hermano. Había empezado a cantar, pero en se- guida se interrumpió. He aquí el recuerdo que esta escena dejó en Raskolnikof. El agente comprendió al punto la situa- ción y se puso a reflexionar. -Lo que me contraría es que hoy estreno un nuevo alojamiento cerca de aquí y quisiera que estuviese con nosotros, aunque fuera echa- do en un diván... Tú sí que vendrás, ¿eh? Te advierto, Rodia, que todo esto lo hace expresamente. Usted podrá decir que cómo se me ha ocurrido semejante cosa preci- samente en este momento, pero es que yo no me refiero a ahora, sino a estos últimos tiem- pos... En fin, me callo; no quiero verle poner esa cara. ¿O todo será obra de mi imaginación?». ¿Acaso los locos no suelen hablar como personas sensatas? Se ha acordado del ermitaño y ha abierto de nuevo la Biblia. Precisamente por serlo lo he dejado para el fi- nal de la carta. -¡Oh Rodia! Mire: sus ropas están llenas de desgarrones. Levantó su fusta. Sus compañe- ros le habían vuelto pronto la espalda. Y al fin resultó que no estaba en el edificio Kharlamof, sino en la casa Buch. Se introducen en la escuela de Medicina y estudian anatomía. Usted escucha y mira con la expre- sión del hombre que no comprende nada. Luego se sentó ante la mesa, sacó un cuaderno de notas y escribió en. ¡Ah, sí! Sí, más tarde recordó que se echó a reír con una risita nerviosa, mu- da, persistente. En total eran ocho piezas: dos cajitas que contenían pendientes o algo parecido (no se detuvo a mirarlo); cuatro pequeños estuches de tafilete; una cadena de reloj envuelta en un trozo de papel de periódi- co, y otro envoltorio igual que, al parecer, con- tenía una condecoración. La escalera estaba cada vez más oscura. De todas formas, he de apurar la copa. Sí, eso es lo que más los altera... ¡Pero esto ya es demasiado divagar! Habría levantado la piedra y entonces habría quedado al descubierto un hoyo. vestíbulo, le había acometido la idea de no qui- tarse el gabán y retirarse, para castigar severa- mente a las dos damas y hacerles comprender la gravedad del acto que habían cometido. Se acordó de que era el día de los fune- rales de Catalina Ivanovna y se alegró de no haber asistido. Todas las prendas, hasta la más insignificante, las examinó tres veces. He aquí explicado el misterio: se dispone a venderse por su madre y por su hermano... Cuando se llega a esto, incluso vio- lentamos nuestras más puras convicciones. Sí, en cualquier parte y ahora mismo.» Y mientras hacía mentalmente esta afirmación, se sentó de nuevo en el diván. Había pasado la noche a solas consigo mismo Dios sabía dónde. Podría haber vivido sobre un tejado, soportar el hambre más atroz y los fríos más crueles. -Muchas gracias, señor -dijo en un tono lleno de dignidad-. Porfirio no le respondió, sino que habló a Raskolnikof directamente: -Sus dos objetos, la sortija y el reloj, es- taban en casa de la víctima, envueltos en un papel sobre el cual se leía el nombre de usted, escrito claramente con lápiz y, a continuación, la fecha en que la prestamista había recibido los objetos. Usted debería hacer todo lo posible para que su madre y su hermana se sintieran dichosas y, por el contrario, sólo les causa inquietudes... -Eso no le importa. ¿Dónde estaba y qué vio? Es el único objeto que nos queda de mi padre. Entonces, los propietarios desataron la Guerra Sorda: todas las negras que trabajaban en el barrio como criadas, lavanderas y manejadoras fueron despedidas; no se permitió a ningún hombre de la furnia pintar una casa, limpiar un automóvil, construir un mueble; no se les compró a los vendedores ambulantes ni un solo mamey, piña o plátano, ni un billete de lotería, ni un crocante de maní . Ya es hora de que vuelva al lado de Catalina Ivanovna. -exclamó de nuevo el portero, que empezaba a enfadarse de verdad-. -Yo me quedaré con él -dijo al punto Ra- sumikhine-, y no te dejaré solo ni un segundo. Y también podría decir que no hacer nada es lo que me lleva a divagar. Encontró la escalera como la vez ante- rior: cubierta de basuras y llena de los olores infectos que salían de las cocinas cuyas puertas se abrían sobre los rellanos. En cuanto a lo que su ma- drastra la ha hecho sufrir, prefiero pasarlo por alto. En un abrir y cerrar de ojos apareció una almohada debajo de la cabeza de la víctima, detalle en el que nadie había pen- sado. Tranquilíce- se, Avdotia Romanovna. Pero, al mismo tiempo, hab- ía en aquellos ojos una fijeza de insensatez. ¿Crees que no me recibirá? Tenía demasiada confianza en sí mismo y contaba con la debilidad de sus víctimas. ¿Por qué no la defiende. Y, verdaderamente, ¿cómo no reír- se ante la idea de que tan escuálido animal. Y así ataviada recibía a los invitados con una mezcla de satisfacción y orgullo. Ve una multitud de burguesas endomingadas, campesinas con sus maridos, y toda clase de gente del pueblo. -exclamó, alarmada, Pulqueria Alejandrovna. He hecho muy bien en decir es- to... Puede serme útil... Dirán que es una crisis de delirio... ¡Ja, ja, ja...! Me han da- do una serie de informes, y usted, siendo el último... ¡Ah! He llenado dos hojas y no dispongo de más espacio. Yo diría incluso que la ha trastornado profundamente. ¿Por qué es un crimen? Juraría que es esto. En cuanto a Koch, estuvo media hora en la orfebrería de la planta baja antes de subir a casa de la vieja. -¿Por qué imposible? Nada hay peor que esto. -De acuerdo -observó el tabernero, bos- tezando. ¿Por qué no la defiendes? Se mostró asombrado al ver a Raskolnikof. Esto había impresionado a Piotr Petrovitch. Segui- damente la he acompañado hasta la puerta y he podido ver que estaba tan trastornada como cuando ha llegado. ¿Comprendes? Sonetchka, mi paloma, sólo pensaba en ayudarnos con su di- nero, pero nos dijo: «Me parece que ahora no es conveniente qué os venga a ver con frecuencia. dar, por mucho empeño que uno ponga en ello. Pues bien; he aquí que yo, su propio padre, le he arrancado los treinta kopeks que tenía. Raskolnikof se volvió hacia Sonia y la miró con emoción. Los niños vienen a verme con frecuencia. Y también hace poco, en un barco de recreo, otro escritor insultó grosera- mente a la respetable familia, madre a hija, de un consejero de Estado. Cuando, al día siguiente, a las once en punto, Raskolnikof fue a ver al juez de instruc- ción, se extrañó de tener que hacer diez largos minutos de antesala. Jesús levantó los ojos al cielo y dijo: Padre mío, te doy gracias por haberme escuchado. Cuando llegó a la. Y reunió todas sus fuerzas para afrontar valerosamente la misteriosa catástrofe que pre- veía. Al fin se acercó a ella. Se volvió de espaldas al pretil, se apoyó en él y lanzó una mirada en todas direcciones. Se fue hacia él, presuroso. De lo contrario, yo le aseguro que mañana mismo el gobernador general estará informado de su conducta. Ésta es la pregunta que quiero que me conteste. Podría ser todo un espejismo, podría haber interpretado mal las cosas a causa de mi ignorancia. Era una traducción rusa del Nuevo Tes- tamento, un viejo libro con tapas de tafilete. Un viejo chal de fra- nela rodeaba su cuello, largo y descarnado co- mo una pata de pollo, y, a pesar del calor, lle- vaba sobre los hombros una pelliza, pelada y amarillenta. Tras un ligero estremecimiento se puso en guardia. Basta buscar buenos títulos. Es preciso averiguarlo cuanto antes. Continúe. Simple curiosidad. Levantó la cabeza y advirtió que estaba a la puerta de. Yo, entre tanto, salgo de detrás del mostrador. -No te preocupes, Rodia; estoy segura de que todo lo que tú haces está bien hecho. Lo que te echó todo a perder fue la conducta del señor Tchebarof, consejero y hombre de negocios. ¡Je, je! -Pues bien, la pregunta es ésta. Ustedes llevan una vida austera, monástica, y un libro, una pluma en la oreja, una indagación científica, bastan para hacerlos felices. Svidrigailof se levantó, puso la mano a modo de pantalla delante de la llama de la buj- ía y en seguida distinguió una grieta iluminada en el tabique. -Es posible -respondió fríamente Ras- kolnikof. Y entonces Rasumikhine... Y la piedra, aquella piedra, ya recordará usted, bajo la cual estaban ocultos los objetos... Porque habló usted de un. ¿Por qué se excita de ese modo? Cogió su gorra y se marchó. -gritó, desesperada-. Pero, con gran sorpresa. Le obligaré a explicarme toda la historia desde el principio. -¡Bueno! No tiene nada en común con usted ni con su amigo el señor Ra- sumikhine. Pues no, no los vi, -repuso Raskolnikof, fingiendo escudriñar en su memoria, mientras ponía todo su empeño en descubrir la trampa que se ocultaba en aquellas. Después de beberse un vaso de champán o de vino del Don en un estableci- miento de mala fama, empieza a alborotar. Ya sabes, querido, que él da a veces prue- bas de buenos sentimientos. De veras. bas contra él? Dmitri Prokofitch nos ayudará a hacer los pre- parativos... Pero dime: ¿adónde vas? ¿A usted qué? Raskolnikof, inclinado hacia el sótano, escuchaba, con semblante triste y soñador. २६ जना यसको बारेमा कुरा गर्दैछन्. Si te hubiese con- tado la verdad, lo habrías dejado todo para venir, aunque hubieras tenido que hacer el mismo camino a pie, pues conozco tu carácter y tus sentimientos y sé que no habrías consentido que insultaran a tu hermana. Eran tres o cuatro. Pero ¿qué le vamos a hacer? Su rostro, amarillento y alargado, apa- recía hinchado por la embriaguez. He pasado por tu casa y he visto que estabas dur- miendo. Intenté empezar en seguida mis explicaciones, pero no lo conseguí. De pronto se estremeció. Por eso sólo me interesó hasta cierto punto. En el cielo no había ni una nube, y el agua del Neva -cosa extraordinaria- era casi azul. -gritó Rasumikhine, impa- ciente-. Usted está en- fermo; él tiene un exceso de bondad, y preci- samente esa bondad es lo que le expone a con- tagiarse. Svidrigailof le inquietaba de un modo especial. »Ahora te voy a decir una cosa, mi que- rido Rodia. He observado que es muy susceptible. En cuanto a Piotr Petrovitch, siempre he estado segura de él, y en verdad puede decirse -ahora se dirigía a Ama- lia Ivanovna y con un gesto tan severo que la patrona se sintió intimidada- que no se parece en nada a sus quisquillosas provincianas. Además, no comprendo cómo se atreve usted a nombrarla si verdaderamente es Svidrigailof. Esto será lo mejor, pues, de otro modo, sabe Dios lo que usted pensaría. Usted no me puede exigir que le revele todos mis secretos.¡Je, je! Sus miradas se cruzaron, y Raskolni- kof, al ver los ojos de su hermana fijos en él, hizo un ademán de impaciencia, incluso de cólera, invitándola a continuar su camino. Torturado por el remordimiento y compadecido sin duda de la suerte de tu her- mana, ha presentado a Marfa Petrovna las pruebas más convincentes de la inocencia de Dunia: una carta que Dunetchka le había escrito antes de que la esposa los sorprendiera en el jardín, para evitar las explicaciones de palabra y demostrarle que no quería tener ninguna en- trevista con él. Y se echó a reír ante semejante puerili- dad. ¡Sonia una ladrona! De pronto experimentó una sensación de alegría y le acometió el deseo de trasladarse lo más rápi- damente posible a casa de Catalina Ivanovna. Esto será lo más noble... En fin, hasta más ver. Sonia se abalanzó sobre su madrastra para in-. -Al hablar así, yo no pensaba en tu des- honra ni en tus faltas, sino en tu horrible marti- rio. Se acercó al heri- do, le tomó el pulso, examinó atentamente su cabeza y después, con ayuda de Catalina Iva- novna, le desabrochó la camisa, empapada en sangre. -¡Vete, Nastasia! Y todos éramos felices. Las ideas se le embrollaban en el cere- bro. Sin duda, tendrán que hablar de asuntos de familia. -Le convendría una impresión fuerte que le sacara de sus pensamientos. ¿No comprende? mientras vaciaba su décima copa de vodka-. ¿Qué traen ahí? »Aniska es una costurera de nuestra ca- sa, que primero había sido sierva y que había. juez de instrucción, le he sugerido todos los argumentos psicológicos que podría usted uti- lizar: la enfermedad, el delirio, el amor propio excitado por el sufrimiento, la neurastenia, y esos policías...! Me deja usted boquiabierto, Rodion Romanovitch, y eso que esperaba oírle decir algo parecido. Uno de estos casos terminó del modo más escandaloso en contra del denuncia- do; el otro había tenido también un final su- mamente enojoso. -gritó Sonia fuera de sí. Ya eran más de las diez cuando el joven salió de la casa. ¿Qué idea se habría forjado de sí mismo aquel hombre? ¿verdad? Todo el mundo nos ha abandonado. Mire qué quietecitos están... ¡Eh, pane! La pared de la parte del canal tenía tres ventanas. Pensar siempre... Mis pensamientos eran muchos y muy extra- ños... Entonces empecé a imaginar... No, no fue así. El amigo al que se dirigía tenía el aspecto del hombre que quiere estornudar y no puede. ¡Ah, sí! Debía de tener unos dieciocho años, y, a pesar de los cantos que llegaban de la sala, entonaba una cancioncilla trivial con una voz de contralto algo ronca, acompañada por el organillo. Descanse un po- co. Está usted blanco como la cal. años, de todas esas trivialidades, de todos esos lugares comunes, que me sonroja no sólo hablar de ello, sino también que se hable delan- te de mi. Habla -dijo el joven, levantando la cabeza y mostrando su rostro horriblemente descompuesto. -No, las fundo en sus propias palabras. Temblando de pies a cabeza, le asió las manos convulsivamente y le miró con ojos de loca. Y el muerto salió... -Sonia leyó es-, tas palabras con voz clara y triunfante, y tem- blaba como si acabara de ver el milagro con sus propios ojos- ...vendados los pies y las manos con cintas mortuorias y el rostro envuelto en un sudario. Dios nos ha enviado a este hombre, aunque lo haya sa- cado de una orgía. Pues resul- tará que dividiré mi capa en dos mitades, daré una mitad a mi prójimo y los dos nos quedare- mos medio desnudos. Recorrió las casas de todas sus amistades, en lo cual empleó varios días. Así, ¿usted cree que esos falsificadores son unos bandidos? Su cólera aumentó, y se dijo que no de- bió haber confiado a su compañero de hospeda- je el resultado de su entrevista de la noche an- terior. pensable, pues en tu camisa puede cobijarse el microbio de la enfermedad. ¡Estaba borracho! Ahí está con la boca abierta. Raskolnikof ten- ía la mirada fija en el suelo. Raskolnikof consiguió situarse en pri- mer término. Es- taba sentada ante su mesita, con los codos apo- yados en ella y la cara en las manos. -Porque ni le pagas ni lo vas a hacer: la cosa no puede estar más clara. ¡No le creo a usted! Eran exactamente las ocho menos cuarto cuan- do subió. Mostró gran interés por el enfermo, pero habló en un tono reservado y austero, muy propio de un médico de veintisiete años llamado a una consulta de extrema gravedad. Raskolnikof cayó a los pies de su madre y empezó a besarlos. Pero oye, Rodia: no te dejaré por nada del mundo; pasaré la noche aquí, cerca de... -¡No me atormentéis! Me descubrirán. La situación empezaba a aclararse. Al fin su frente fue a dar contra el enta- rimado. En este momento entró ruidosamente un oficial, con aire resuelto y moviendo los hombros a cada paso. Debiste coger la aguja y zurcirlo como yo te he enseñado, pues si se deja para mañana... -de nuevo tosió-, mañana... -volvió a toser-, ¡mañana el agujero será mayor! Un continuo temblor agitaba todo su cuerpo. Estaba radiante. ¡Dios mío! »Caí enferma. -Aquello no tuvo importancia: fue una locura pasajera... -No, no fue simplemente una locura pa- sajera -dijo Dunetchka, convencida. ¿Por qué? Luego vendrá a informarlas y ustedes podrán acostarse, cosa que buena falta les hace, pues bien se ve que están agotadas. -Ya lo veo, ya lo veo -dijo Zosimof. Parecía haberse vuelto loco. Svidrigailof se sentó ante la mesa e in- vitó a Sonia a sentarse a su lado. Yo he des- baratado sus planes, y ahora sólo espera que me vaya. ¿qué había ocurrido? Cuando sus amigos se fueron, Raskolni- kof dirigió una mirada llena de angustiosa im- paciencia hasta Nastasia, pero ella no parecía dispuesta a marcharse. ¡Sonia quitarle dine- ro! El juez de ins- trucción dio un paso hacia él, pero, como cam- biando de idea, se detuvo, mirándole. Su aparición en la estancia, entre la miseria, los harapos, la muerte y la desesperación, ofre- ció un extraño contraste. Un vértigo horrible le in- vadió. No se trata de eso. Tú misma me enviaste a confesar mi delito públicamente por las esqui- nas. Tú no tienes nada que ver con ese dichoso asunto y, por lo tanto, puedes reírte de ellos. Dígame aquí mismo lo que tenga que decirme. -¡Señor Señor! Estaba helado. -Pero ¿a qué viene esa confusión? Parecía haberse olvidado de las reducidas dimensiones de su habitación. -Con mucho gusto. Os dejé en el mejor momento. El mujik que acababa de tropezar con Raskolnikof estaba de pie ante él. -exclamó Svidri- gailof, asombrado. Entró en el figón, se bebió una copa de vodka y dio algunos bocados a un pastel que se llevó para darle fin mientras continuaba su pa- seo. Te agradeceré que me digas lo que tú o él -indicó al enfermo con un movi- miento de cabeza- tenéis que ver con ese Za- miotof. Que confiese usted o no en este momento, me importa muy poco. ¡Suba en vez de estar ahí parado! Pero apenas abrió la puerta se dio de manos a boca con Porfirio, que estaba en el vestíbulo. Éste le dirigió una ojeada y dijo: por lo que yo creía», se dijo. Cinco minutos después se hallaba en el puente, en el lugar desde donde la mujer se había arro- jado al agua. ¿Es que ha bebido más de la cuenta? A mí me parece, por ciertas razones (que desde luego no tienen nada que ver con el carácter de Piotr Petrovitch y que tal vez son solamente caprichos de vieja), a mí me parece, repito, que lo mejor sería que, después del ca- samiento, yo siguiera viviendo sola en vez de instalarme en casa de ellos. Debe usted. ¿Piensa usted emprender muy pronto su viaje? No hay necesidad de molestar a un ver- dugo, pues ellos mismos se aplican la sanción que merecen, ya que son personas de alta mo- ralidad. Era la segunda torpeza que su irritación y la necesidad de expansionarse le habían lle- vado a cometer. »Tras una serie de escenas de lágrimas, llegamos al siguiente acuerdo verbal: »Primero. Por lo tanto, no podía dejar la plaza hasta haber saldado la deuda. Al fin, Dunetchka, incapaz de seguir conteniendo su impaciencia, había dejado a Sonia y se había dirigido a casa de su hermano para esperarlo allí, segura de que al fin llegaría. Raskolnikof y Lebeziatnikof salieron tras ella. De vez en cuando veía pasar elegantes jine- tes, amazonas, magníficos carruajes. Al desembocar en la plaza que hay al final de la avenida V. vio a su izquierda la entrada de un gran patio protegido por altos muros. vaya a presentarse usted mismo a la justicia. Su afiliación al partido progresista obedeció a un impulso irre- flexivo. En medio de la calle había una elegante calesa con un tronco de dos vivos caballos gri- ses de pura sangre. «Miente -se dijo Raskolnikof, mordién- dose los labios en un arranque de rabia-. Pero la he comprado con una condición: la de que el año que viene, cuando ya esté vieja, te darán otra gratis. El comisario, Nikodim Fomitch, de pie ante él, le miraba fijamente. -Eso no lo sé. Ahora limitémonos a bur- larnos de ellos. Naturalmente, en la sociedad futura, el capital no tendría razón de ser, pero el papel de la mujer galante tomará otra signifi- cación y será regulado de un modo racional. Sus ojos tropezaron de nuevo con los billetes. No era más que una cloaca repug- nante, como las que a mí me gustan. -Ahora me sale con una exigencia. Dunia y yo no tenemos a nadie más que a ti; tú lo eres todo para nosotras: toda nuestra espe- ranza, toda nuestra confianza en el porvenir. Exactamente lo que me había figurado. A veces salía de la ciudad y se alejaba por la carretera. Catalina Ivanovna se arrojó sobre él y lo sentó a su izquierda, ya que Amalia Ivanovna se había sentado a su derecha, e inmediatamen- te empezó a hablar con él en voz baja, a pesar del bullicio que había en la habitación y de sus preocupaciones de dueña de casa que quería ver bien servido a todo el mundo, y, además, pese a la tos que le desgarraba el pecho. Era el departamen- to del segundo, donde trabajaban los pintores. Al cruzar la oficina, Raskolnikof advir- tió que varios empleados le miraban fijamente. Discutió con nosotros y estuvo bas- tante grosero. Durante la hora y media de espera, las dos mujeres no habían cesado de hacer pregun-. -No -repitió-, yo no leía las noticias de los incendios -y añadió, guiñándole un ojo-: Confiese, querido amigo, que arde usted en deseos de saber lo que estaba leyendo. -¿Quién es? Ya llegamos. Hoy la he invitado a sentarse junto a ellas. Se fue derecho a la habitación de Sonia. No apartaba los ojos de Raskolnikof, compren- diendo que sólo él podía protegerla. Sin duda, sería absurdo que me lo hubiera guiñado... ¿A santo de qué? -preguntó una voz de mujer con inquietud. Ellas aceptan con entusias- mo, se consideran muy honradas, etcétera..., y yo sigo visitándolas. Se preguntaba a qué obe- decía aquella actitud. No creas, mamá, ni tú, Dunetchka, que yo no quería ir a veros sin que antes vinierais vosotras. -Sí -dijo el de intendencia, apurando una nueva copa de vodka-, había que tirarle de los pelos. Su artículo es. Sí, debe usted de conocerle. ¡Se ha desmayado! Es para mí un verdadero pla- cer. Experimentó una sensación deliciosa, pues el pecho le ardía. Aunque comprendí perfectamente lo que usted había hecho, no entendí todo lo demás que dijo. Desde luego, seré muy feliz si puedo ser útil a los míos, pero no es éste el motivo principal de mi determinación. . Hasta el final su acento fue firme, sereno y seguro. Pero, por más que quería mostrarse severo consigo mismo, su endurecida conciencia no hallaba ninguna falta grave en su pasado. Yo no sentía deseos de ir a ninguna parte, y la misma Marfa Petrovna, viendo cómo me aburr- ía, me propuso en dos ocasiones que hiciera un viaje al extranjero. Entregaste todo el dinero a la viuda para el entierro. En toda la ciudad se sabía dónde tenía que leer Marfa Petrovna la carta tal o cual día, y el ve- cindario adquirió la costumbre de reunirse en la casa favorecida, sin excluir aquellas familias que ya habían escuchado la lectura en su pro-. No vale la pena meterse en un asunto, em- pezar una operación que uno no es capaz de terminar. Cierto que los platos, los va- sos, los cuchillos, los tenedores no hacían juego, porque procedían de aquí y de allá; pero a la hora señalada todo estaba a punto, y Amalia Feodorovna, consciente de haber desempeñado sus funciones a la perfección, se pavoneaba con un vestido negro y un gorro adornado con fla- mantes cintas de luto. sultarle demasiado penosas para que se detu- viera a analizarlas. far. Una de ellas fue que tú temías que los síntomas que Rodion presentaba fueran un anuncio de... demencia. No hablaba de sus propias esperanzas, de sus planes para el futuro ni de sus sentimientos personales. ¿Sí? «Es la luna la que crea el silencio -pensó Raskolnikof-, la luna, que se ocupa en descifrar enigmas.», Estaba inmóvil, esperando. Experimentaba la nece- sidad de ver seres humanos. -¡Yo no estoy enfermo! Es verda- deramente extraño y curioso que yo no haya odiado jamás seriamente a nadie, que no haya tenido el deseo de vengarme de nadie. No piensa usted más que en ellos. Después, cuando estuvo en la escalera, se arrepintió de su generosidad y estuvo a punto de volver a subir. Ya les diremos lo que se merecen cuando. Rodia no podía ocultar su curiosidad. -le interrumpió Raskolnikof, con el propósito de seguir demostrando que sólo le interesaba el aspecto práctico de la cuestión. Los camellos estaban echados, des- cansando. Y de pronto se echó a reír, se arrojó so- bre Raskolnikof y otra vez le rodeó el cuello con los brazos. Tenemos que ir a la avenida Nevsky... ¡Sonia, Sonia...! Aún estaba apoyado en el pretil, frotán- dose la espalda, ardiendo de ira, siguiendo con. Lo que yo supe sobre este particular fue algo sumamente extraño. La continua y estúpida repetición de aquella frase referente a las ventajas de tener casa gratuita contrastaba extrañamente, por su vulgaridad, con la mirada grave, profunda y enigmática que el juez de instrucción fijaba en Raskolnikof en aquel momento. del bolsillo de su chaleco un enorme reloj de oro, que consultó y volvió a guardarse, con la misma calma. Has derramado sangre. Sin embargo, no desprecia las operaciones de un rublo. El demonio se lleve a la vieja y a la nueva vida... ¡Qué estúpi- do es todo esto, Señor! En- tonces quitaron la piedra de la cueva donde reposaba el muerto. -No, Rodia; pero ya sabe que hemos lle- gado. En la pared opuesta, cerca del ángulo agudo, había una cómoda, también de madera blanca, que parec- ía perdida en aquel gran vacío. cuadro con los ojos fijos y sin hacer el menor movimiento. -¿Qué quería ese hombre? Raskolnikof comprendía en parte por qué se resistía Sonia a obedecerle, pero esta compren- sión no impedía que se mostrara cada vez más apremiante y grosero. compensado ampliamente esta única necedad, mejor dicho, esta torpeza, pues la idea no era tan necia como ahora parece. No se ha ves- tido ella misma, sino que la han vestido. Dunia sólo piensa en esto. más. ¿Dónde está el dinero? Había perdido por completo la cabeza; cuanto más andaba, más turbado se sentía. Raskolnikof se volvió hacia la pared. Aunque no fueran más que tres, cada uno de ellos habría de tener más confianza en los otros que en si mismo, pues bastaría que cualquiera de ellos diera suelta a la lengua en un momento de embriaguez, para que todo se fuera abajo. Ya ve que le hablo con toda sinceridad. «Lo he dicho para fustigarme los ner- vios, como ha adivinado Rodion Romanovitch. Casi rompe el cordón de la campanilla a fuerza de tirones. -Entonces, vamos -dijo Raskolnikof con un gesto de indiferencia. Al soldado acabó por parecerle extra- ño que aquel desconocido que no estaba borra- cho se hubiera detenido a tres pasos de él y le mirara sin decir nada. «He aquí un buen sitio. Usted descuida la suya demasia- do. Avdo- tia Romanovna estaba pálida y su mano tem- blaba en la de Rodia. Y ellas, la prometida y la madre, se ponen de acuerdo con un mujik para trasladarse a la estación en una carreta cubierta (también yo he viajado así). Se había habituado a vivir tan encerrado en sí mismo, tan aislado, que no sólo temía encontrarse con su patrona, sino que rehuía toda relación con sus semejantes. -Os confieso que no lo acabo de enten- der. -Piensa que está enfermo, mamá. ¿Usted también la conocía? En fin de cuentas, esto no es más que una teor- ía, y personal por añadidura. Pero esto no quiere decir que sea inteligente. Vestía exactamente igual que la víspera, pero su semblante y la expresión de su mirada habían cambiado. Su cabe- za y sus piernas estaban sumergidas: única- mente su espalda permanecía a flote, con la blusa hinchada sobre ella como una almohada. «Ahora, a continuar la lucha» se dijo con una agria sonrisa mientras bajaba la escalera. Yo soy, ya lo ve usted, un solterón, un hombre nada mundano, desco- nocido y, por añadidura, acabado, embotado. ¡Reza por ella, Dunia, reza por ella! En esto, su vista tropezó con Raskolni- kof, de cuya presencia se había olvidado, tan profunda era la emoción que su escena con Nicolás le había producido. -Mató por robar: ahí tiene el motivo. Lo digo porque poseo informes exactos. Sin embargo, el secretario le interesaba vi- vamente. Hombres perfectamente sanos, perfectamente equilibra- dos, si usted prefiere llamarlos así, la verdad es que casi no existen: no se podría encontrar más de uno entre centenares de miles de individuos, e incluso este uno resultaría un modelo bastan- te imperfecto. ¡Vente! -« ... Cuando María llegó al lugar donde estaba Cristo y lo vio, cayó a sus pies y le dijo: Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. -No levante tanto la voz. Sonia estaba de pie, los brazos pendientes a lo largo del cuerpo, baja la cabeza, presa de una angustia espantosa. Para procurarle un rato agradable, Rasumikhine le explicó la generosa conducta de Rodia con el estudiante enfermo y su anciano padre, y también que había sufrido graves quemaduras por salvar a dos niños de. Por lo tanto, usted ha de recibir por su reloj un rublo y quin- ce kopeks. Pero ¿cómo vivimos, cómo pagamos el al- quiler? Yo... yo lo salvaré. No podía decirse que fuera bonita, pero, en compensación, sus azules ojos eran tan límpidos y, al animarse, le daban tal expresión de candor y de bondad, que uno no podía menos de sentirse cautivado. Ella fue la que lo despertó aquella mañana. Entonces ha ido al domicilio de ese general y ha exigido ver al jefe de su esposo, que estaba todavía a la me- sa. No vine como magistrado, es decir, oficialmente, pero vine. -La cosa no puede estar más clara -dijo el comisario, en un tono de convicción. Uno de ellos mencionó la comisaría. No había nada tuyo en su casa. ¿Has visto cosa igual? Ra- sumikhine contemplaba a Avdotia Romanovna con veneración y se sentía orgulloso ante la idea de acompañarla. Ahora se siente apabullado, pulverizado. Se apartó para dejar paso a un sacerdote y a un sacristán que venían a celebrar el oficio de difuntos. Otra cosa que podía de- ducirse era que Porfirio acababa de enterarse de su visita a la vivienda de las víctimas. Enton- ces se me pasará todo... ¡Si ustedes supieran. Yo puedo ser un infame, pero no quiero que tú lo seas. Me pareció que su madre, pese a sus excelentes prendas, poseía un espíritu un tanto exaltado y propenso a las novelerías. -exclamó una voz burlona entre la multitud. Por otra parte, no tengo nada de parti- cular que decirle. Sonia y Poletchka salieron en su persecución. Dunia, feliz y agradecida, se apoderó al punto de la mano de Rodia y la estrechó tier- namente. cada uno un látigo! Advirtiendo que no había nadie, pe- netró en el patio. Y, en efecto, le mostró una llave que acababa de sacar del bolsillo. Por lo tanto, nadie había buscado en la estufa. Era extraño el espectáculo que ofrecía aquel cuerpo rechoncho, cuyas evoluciones recorda- ban las de una pelota que rebotase de una a otra pared. ¡Líbrame de ella, por lo que más quieras, Zosimof! Porfirio Petrovitch... Tú le cono- ces, ¿verdad? Estas sociedades le inspiraban un terror que podía calificarse de infantil. No has podido verlo bien, porque no hacías más que llorar. ¿Qué significa esta comedia? Nadie le había visto. -Es un hombre excelente -dijo Pulqueria Alejandrovna. Pero ¿por qué tenía que enfadarme? Kozel es un acaudalado alemán. Raskolnikof le miró por encima del hombro, lo observó atentamente y dijo, sin per- der la calma ni salir de su indiferencia: -Sí, hay que llevarlo -insistió el burgués con vehemencia-. Zosimof inició un lento ademán, sin duda para responder, pero Rasumikhine, aun- que la pregunta no iba dirigida a él, se anticipó. -exclamó, volviendo a toser y viendo que el vestíbulo estaba lleno de gente y que varias. No tuvo ninguna participación en el crimen. su atención estaba concentrada en Sonia. Es una tesis original, pero en verdad no es esta parte de su articulo la que me interesó especialmente, sino cierta idea que deslizaba al final. ¡Qué deliciosas escenas concebía su imaginación en las horas de asueto sobre este anhelo aureolado de vo- luptuosidad! Al fin llamó a Felipe y, después de haber paga- do su consumición, se levantó. -exclamó el joven en un repentino acceso de furor-. ¿Cómo no ha de sacrificar al hijo mayor la hija, aunque esta hija sea una Dunia? Yo no tengo ma- dre, pero sí un tío que viene todos los años a verme. Cuando usted subía la escalera..., por cierto que creo que fue entre siete y ocho de la tarde, ¿no? El mismo día de su entierro, su hija ha tenido que soportar las calumnias del más miserable de los hombres...» ¿Todavía está aquí este soldado? Habrá que ponerlos en li- bertad a los dos. Además, se habían preparado dos sa- movares para los invitados que quisieran tomar té o ponche después de la comida. Primero no había tomado la cosa en serio, des- pués se había dejado llevar de su indignación, y todo había terminado en una gran ruptura. Me dirijo exclusivamente a usted, Pul- queria Alejandrovna, ya que a usted y sólo a usted iba destinada mi carta. Cierto fulgor que había en mis ojos la inquietaba y acabó por serle odioso. Piotr Petrovitch la acompañó con toda cortesía hasta la puerta. Pues no es cosa de que cantemos El húsar apoyado en su sable... ¡Ah, ya sé! -preguntó, deteniéndose como para recordar. A las seis de la mañana, Rodia se dirigió al trabajo: a un horno para cocer alabastro que habían instala- do a la orilla del río, en un cobertizo. Había que apresurarse. ¿No opina usted así? Tú llevabas en- fermo todo un mes; Zosimof así lo afirma... ¡Ah! Kapernaumof... ¡Oiga! ¡Qué fácil le habría sido enton- ces soportar incluso el deshonor y la vergüen- za! Conservaba toda mi razón, toda mi razón, ¿oye usted? Es una vergüenza sentirse tan vil. Él intentó hablarle, mas. Hace un momento os observaba a los dos. Entonces, súbitamente, Rasumikhine se detuvo y dijo que, para darle más, tenía que consultar a Zo- simof. Cuando vuelva le diré: «Tu hermano ha venido cuando tú no estabas en casa. Puedes hacer lo que quieras, pero yo tampoco tengo lecciones y me río de eso. Y por encima de todo la ambición, el orgullo... Y todo ello a pesar de no carecer se- guramente de excelentes cualidades... No vaya usted a creer que le acuso. ¿Qué sorpresa? -Tu hermana ha recibido hoy una carta que parece haberla afectado. Avdotia Romanovna parecía no menos. Todo esto ocurrió ano- che. Habrá que conservar la "limpieza". Pero, por desgracia para él, en aquellos últimos días de su crisis, aunque estaba casi siempre solo, no tenía nunca la sensación de estarlo completa- mente. También yo debo de tener el aspecto de un hombre que viene de divertirse y ha tenido una aventura por el ca- mino. Sin embargo, no quería salir de él. Había dicho esto con aire de despreocu- pación. De lo contrario, los prejuicios nos aplastarían. -¡Dios mío! Y ahora, mi querido Rodia, te abrazo mientras espero que nos volvamos a ver y te envío mi bendición maternal. Hoy, ya debidamente informado, he ido a ver al juez de instrucción. Ya en la calle, echó a andar tranquilamente, sin apresurarse, con objeto de no despertar sospechas.
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